La Real Academia Española se fundó en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena. Felipe V aprobó su constitución el 3 de octubre de 1714 y la colocó bajo su «amparo y Real Protección». La Academia se puso en marcha por una necesidad, por el temor a que la lengua de Cervantes, de Lope y de Quevedo entrara en la senda del descuido y la dejadez. Su propósito desde el principio fue el de «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza».

La real academia espanola

Se representó tal finalidad con un emblema formado por un crisol en el fuego con la leyenda Limpia, fija y da esplendor, obediente al propósito enunciado de combatir cuanto alterara la elegancia y pureza del idioma, y de fijarlo en el estado de plenitud alcanzado en el siglo XVI. La institución ha ido adaptando sus funciones a los tiempos que le ha tocado vivir. Actualmente, y según lo establecido por el artículo primero de sus Estatutos, la Academia «tiene como misión principal velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico». El director de la RAE, José Manuel Blecua, en una de las numerosas entrevistas que está concediendo este año en ocasión del 300 aniversario de la Academia, ha comentado: «El propósito no ha cambiado sustancialmente desde la fundación: preservar la unidad de la lengua y ofrecer un servicio público, a través de nuestras obras y actividades, a los ciudadanos, a los hispanohablantes de todo el mundo, que ya superan los 450 millones».

A principio de este mes se publicó en el periódico ABC un artículo de Ángel González cuyo principio nos ha parecido una reflexión acertada sobre las palabras, base de la existencia y actividad de la Real Academia Española: «Las palabras. Unas nos emocionan y otras nos disgustan o nos alegran. Hay palabras para cada ocasión: evocadoras, tristes, insulsas, malsonantes, desusadas o puestas de moda. Ninguna sobra. Su larga o corta vida, su buena o mala reputación, dependen del uso, que es caprichoso con frecuencia, y contra el que poco, casi nada, podemos hacer. A veces, se recrimina a la Academia por no imponer determinadas normas o por no desterrar algunas acepciones desafortunadas, como si el significado de una voz dependiera exclusivamente de su inclusión o de su salida de los diccionarios. Las lenguas hay que cuidarlas, protegerlas y respetarlas porque hasta la más pequeña de ellas constituye un valioso patrimonio cultural. Son así: maravillosas herramientas para la comunicación que nacen, crecen y mueren; que evolucionan con la misma naturalidad que los seres vivos».

Fuentes: rae.es, abc.es/cultura, laprensa.hn