Es evidente que con la llegada de las nuevas tecnologías en general, e Internet en particular, la actividad del traductor ha sufrido un cambio notable, hasta tal punto que cuesta imaginar cómo antes era posible llevar a cabo esta actividad sin tener acceso a la enorme cantidad de información que nos ofrece la red. Pero más sorprendente aún es constatar que, a pesar de los numerosos instrumentos complementarios que hoy en día facilitan la tarea del traductor, su formación básica ha de ser la misma de quienes se dedicaban a estos menesteres en otros momentos históricos.

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Para demonstrar esta teoría podemos citar dos ejemplos, que Bertha Gutiérrez Rodilla mencionó en un artículo publicado en el primer número de La Linterna del Traductor.

“En 1190[…] el médico y filósofo cordobés Maimónides dirigía una carta a Samuel ibn Tibon, perteneciente a una conocida familia de judíos traductores, […]cuando ibn Tibon se disponía a realizar la traducción al hebreo de la famosa Guía de perplejos de Maimónides. En esa carta, Maimónides daba a Ibn Tibon una serie de consejos para llevar a cabo su trabajo, que podríamos resumir en los cuatro siguientes: no traducir verbum pro verbo, es decir, palabra por palabra; el traductor debe tener un dominio absoluto de las dos lenguas con las que trabaja; debe tener, además, pleno conocimiento de la materia sobre la que está traduciendo y, por último, cuidar la ordenación sintáctica para que sea perfectamente comprensible en la lengua hacia la que se traduce. Para ello, primero tendrá que entender perfectamente el contenido de lo que ha leído en la lengua de partida y después tratar de expresarlo, con las palabras adecuadas, en la lengua de llegada.

Casi doscientos años después de que Maimónides aconsejara así a Ibn Tibon, Samuel ben Judah, en el primer tercio del siglo XIV, añadía otras tres condiciones para llevar a cabo una buena traducción. Para realizar una buena traducción es imprescindible, en primer lugar, poseer un original libre de errores y que sea de absoluta garantía. […]Condición que, llevada al momento actual, corresponde a tratar de conseguir un original bien escrito, bien redactado y elaborado en todos sus términos. En segundo lugar, el traductor debe estar versado en toda clase de ciencias y no solo en la materia que traduce. La razón de esto era el carácter interrelacional que mantenían todas las disciplinas entre sí, lo que para un intelectual del siglo XIV era indiscutible. Ello exigía que la labor del traductor fuera algo más que una tarea personal; debía extender las consultas a otras obras y a otros sabios, tanto judíos como cristianos. […] La tercera condición que ponía Samuel ben Judah era la necesidad de paz y de sosiego para poder llevar a cabo una tarea intelectual de primer orden como es la de la traducción. Esta última condición creo que no admite ni comentarios en esta sociedad de la prisa y de la inmediatez en la que vivimos.”

Para concluir, nada mejor que la máxima de la traducción expuesta tan magistralmente en el siglo V por San Jerónimo, Doctor de la Iglesia y patrono de los traductores, en su carta a su amigo Pamaquio: “Porque yo no solamente confieso, sino que proclamo en alta voz que, aparte las Sagradas Escrituras, en que aun el orden de las palabras encierra misterio, en la traducción de los griegos no expreso palabra de palabra, sino sentido de sentido”.

Fuentes: La Linterna del Traductor nº 1; onomazein.net/7/traductor.pdf