Traducción e interpretación son actividades que muchas veces se confunden; estos dos términos se emplean a menudo indiscriminadamente para referirse tanto a la traducción de textos como a la interpretación de la lengua oral. En realidad, aunque sean hermanas, estas dos disciplinas son bastante dispares.

Haciendo referencia a un artículo de Isabel Basterra publicado en 2009 en La Linterna del Traductor, queremos intentar aclarar puntos comunes y diferencias entre la profesión de intérprete y la de traductor. Para empezar, vamos a confundir un poco más, afirmando que el traductor es un intérprete y el intérprete es un traductor. «El traductor es un intérprete. Es precisamente esto lo que sobre todo nos distingue de los famosos “traductores automáticos” con los que hoy en día la gente a veces osa compararnos: el traductor automático coloca en un texto palabras más o menos equivalentes de un texto que estaba en otro idioma, sin pararse a pensar (porque no piensa) ni en contextos, ni en matices, ni en registros, ni en un posible sentido metafórico de una frase, muchas veces intraducible. Aquí, nosotros interpretamos, damos un sentido a las palabras, a las frases, y las colocamos en la otra lengua en el contexto idóneo. El intérprete es un traductor porque, obviamente, necesita un bagaje de vocabulario y conocimientos lingüísticos amplio y muy activo, que le permita trasladar rápidamente a otro idioma, y perdiendo lo menos posible de la riqueza del discurso, lo que está escuchando (en simultánea) o acaba de escuchar (en consecutiva)».
Más puntos comunes: «En común tienen, por supuesto, la necesidad de conocer muy bien, si no dominar a la perfección, las dos lenguas en las que se está trabajando. Y el dominio de la lengua no se limita al “simple dominio de diccionarios”(…). Más allá de un buen manejo de diccionarios, incluso más allá de una seria labor de búsqueda y hasta de investigación (…), se requiere un profundo conocimiento de las dos (o más) lenguas en las que se trabaja, pero también de las culturas o entornos culturales en que se utilizan».

Las diferencias resultan evidentes cuando evaluamos destrezas y aptitudes que intérpretes y traductores deben reunir. «El traductor tiene ante sí siempre un texto (…). Tiene mucho tiempo para su trabajo; sí, mucho tiempo, aun cuando los plazos aprietan. El traductor puede consultar en papel y en línea un término, puede contrastarlo en otros textos, puede consultar una duda con un colega, y puede revisar una y otra vez lo que ha escrito. La calidad de una traducción depende por ello en gran medida del esmero y de la seriedad del traductor. El intérprete no puede hacer nada de eso. El intérprete “solo” puede prepararse lo mejor posible para su “actuación” (…). Lo que menos tiene el intérprete durante su trabajo es tiempo: la velocidad en trasladar bien lo que se ha dicho es, creo yo, lo que más distingue la actividad del intérprete de la del traductor (…). Me atrevo a decir que pocas veces hay un traductor excelente que al mismo tiempo sea un intérprete excelente: será quizás bueno en las dos facetas, pero no excelente. El buen traductor es, o debería ser, un profesional dotado de mucha paciencia, perseverancia y disciplina; el buen intérprete tiene que ser sobre todo una persona de “reacción rápida”, espontáneo (…) y, más que disciplinado, estar en condiciones de trabajar durante un tiempo literalmente “a destajo”. (…) Un intérprete nunca puede posponer».

Fuente: La Linterna del Traductor nº 1